jueves, 3 de noviembre de 2011

Haced lo que Él os diga

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P. Olegario Sendín García, O. SS. T.
Introducción [extracto] al libro “Cofradías de la Virgen de la Cabeza en España”, editado por el Santuario y Consejo Nacional de Cofradías Virgen de la Cabeza. Villa del Río (Córdoba), 2000, pp. 9-12.

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[…] Es impensable hablar del Hombre-Dios (Jesucristo), sin referirnos a aquella que lo concibió, gestó y crió, es decir, a la Virgen María.

San Pablo, al exponer el plan salvífico de Dios, afirma: “Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió a su Hijo hecho de mujer […] para que recibiésemos la adopción de hijos” (Gál. 4, 4-5).

Es tan importante para nuestra fe la figura de la Virgen María que en el Credo decimos: “Que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre”.

Naturalmente que en el Credo el eje de nuestra vida cristina es Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, único Mediador entre Dios y los hombres, como afirma San Pablo en su carta a Timoteo. Pero la colaboración activa de María resulta definitiva para la realización de los designios de Dios.

Las distintas y antiquísimas formas de rendirle culto a María demuestran que esta sencilla joven de Nazaret pertenece por derecho propio al patrimonio cristiano. Pero por tratarse de una devoción tan popular y tan hondamente arraigada entre la gente sencilla corre sus riesgos, como lo ha puesto de manifiesto Pablo VI en su encíclica “Evangelii Nuntiandi”.

[…] Por regla general las manifestaciones espontáneas de piedad popular corren el peligro de quedarse en la fachada, en la periferia de la verdadera fe cristiana. Incluso están expuestas al sincretismo religioso, a la superstición y a una manifestación puramente festiva de atracción turística.

Teniendo por delante esta imagen tan extendida entre las personas y los grupos más críticos de nuestro pueblo, no debemos de extrañarnos que haya suscitado enormes sospechas.

Hay cristianos tan celosos de la ortodoxia que escatiman el culto y las alabanzas que el pueblo sencillo dirige a María por miedo a caer en un bicefalismo, en dos cabezas exactamente iguales: Jesucristo y María.

No faltan incluso en nuestros días grupos de cristianos que escatiman que la devoción a María que tiene el pueblo es un sentimiento acaramelado, nostálgico e infantil, sin relevancia algunas, parecida a la devoción que se pueda tener a San Antonio, a Santa Rita, a San Pancracio y a otros santos populares.

Por estas razones y otras similares es necesario alambicar bien, cribar con esmero la devoción a María para que resulte un acicate para vivir con garra y actualidad nuestro cristianismo.

Si es verdad que hace unos lustros teólogos y pastoralistas desconfiaban de la religiosidad popular, hoy en día las cosas han cambiado. Sin olvidar las sombras, todos están de acuerdo en poner de relieve los grandes valores de esta religiosidad, como por ejemplo, la sed de Dios, la generosidad, el espíritu de sacrificio hasta el heroísmo, la paciencia, la aceptación de los demás, el sentido de la Cruz, de la Paternidad Divina, etc.

Todos los teólogos y pastoralistas sostienen hoy que la devoción a María es un verdadero “test”, una verdadera prueba que marca el sentido profundo de la Encarnación de Dios y del misterio de la Iglesia.

Para comprender correctamente el puesto que ocupa María en la Iglesia Católica, los teólogos tradicionales distinguían tres tipos de culto:

a) El de “dulía” o de simple veneración, tributado a los Santos expresamente canonizados por la Iglesia que vivieron heróicamente las exigencias evangélicas.

b) El de “hiperdulía” o superveneración, propio de la Virgen María, por ser Madre de Dios, Madre de la Iglesia, rebosante de gracia y corredentora del género humano.

c) Y, finalmente, el culto de “latría”, es decir, de adoración, de culto supremo, reservado para Dios, el Absolutamente Santo, el Infinito, el Perfecto, el Creador y el Salvador.

En rigor, nosotros los católicos no adoramos a María, pues nuestra fe confiesa que es una criatura, hija de Adán y Eva, como nosotros; ni rendimos culto en ella al eterno femenino. Tampoco convertimos a María en una diosa, al estilo de las antiguas religiones paganas. Sencillamente acogemos a María en nuestros corazones, en nuestros hogares y en nuestros templos porque nos la dejó su Hijo como Madre nuestra: “Mujer, he ahí a tu hijo; hijo, ahí tienes a tu madre”. (Jn. 19, 27)

Y cuando la invocamos con fervor y la declaramos bendita entre todas las mujeres, no hacemos más que actualizar la profecía que ella, divinamente inspirada, pronunciara: “Porque el Señor se ha fijado en la sencillez de su esclava, desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones”.

De sobra sabemos que María nunca puede lindar con la misma divinidad. Entre ella y Dios se extiende un océano inmenso, unas cimas inaccesibles, un cielo infinito. Pero sin ponemos a María en nuestro firmamento, en el cielo de las criaturas, es la estrella más rutilante, la luna que refleja el sol de la divinidad, el espejo purísimo donde se mira el mismo Dios, el jardín siempre verde donde Dios se recrea en tan graciosa belleza.

Por otra parte, no es cierto que María impida acercarnos a Dios. ¿Cómo podríamos admitir esto cuando precisamente por ella se hizo para nosotros visible Dios? Por su condición de Madre de Dios y de los hombres, y por su condición de maestra espiritual de todos los cristianos, ella nos conduce a la escuela, al hogar y a la mesa del Señor. Siempre nos estará repitiendo: “Haced lo que Él os diga”.

Tampoco podemos aceptar sin más la acusación de algunos cristianos que opinan que la devoción a María que practicamos en el catolicismo nos separa irremediablemente. ¿Desde cuándo una Madre santa, sabia y poderosa puede obstruir la comunión entre sus hijos? Ella es todo corazón, todo sentimiento… Quiere que sus hijos, todos, se sientan unidos y se amen.

Por su maternidad divina ella es mensajera de Jesús, aurora del Sol naciente, hoguera que indica donde está la tienda del Dios vivo.

Pero no debemos olvidar nunca en nuestra vida cristiana que el fin último de la devoción mariana es llegar a Jesús, llegar a Dios, meta última de nuestra peregrinación. Así lo reconocían los antiguos: A Jesús por medio de María.

PRESENCIA DE MARÍA EN LA IGLESIA DE HOY

En este tiempo de vela -escribe Juan Pablo II- María, por medio de la misma fe que la hizo bienaventurada especialmente desde el momento de la Anunciación, está presente en la misión y en la obra de su Hijo” (Redemptoris Mater, 29)

El Papa habla en el mismo documento “de una específica geografía de la fe y de la piedad marianas que abarca todos estos lugares de especial peregrinación del pueblo de Dios, el cual busca el encuentro con la Madre de Dios para hallar, en el ámbito de la materna presencia “de la que ha creído”, la consolidación de la propia fe”.

La Iglesia peregrina ve a María “maternalmente presente y partícipe en los múltiples y complejos problemas que acompañan hoy la vida de los individuos, de las familias y de las naciones; la ve socorriendo al pueblo cristiano en la lucha incesante entre el bien y el mal, para que no caiga, o si cae, se levante” (Redemptoris Mater, 52)

María con su apertura radical al misterio, con su disponibilidad para abrazar la voluntad de Dios y con su eficaz intercesión ante su Hijo Jesucristo es considerada por Pablo VI como “estrella de la evangelización”. Esta metáfora quiere significar que tanto los encargados de la evangelización como los “evangelizados” tienen que mirar a María, vivir su vida e invocarla asiduamente, para que prenda en todos la llama de la fe.

La Iglesia nos presenta también a María como la primera discípula, la discípula predilecta de Jesús que escucha su Palabra y la pone en práctica, que vive totalmente consagrada a su Hijo, que lo acompaña hasta la muerte y que sigue con los apóstoles en espera del Espíritu Santo.

El Concilio Vaticano II considera a María, Virgen y Madre, como prototipo de la Iglesia, que también, así lo ha querido Jesucristo, es Virgen y Madre. La Iglesia es Virgen que “custodia pura e íntegramente la fe prometida al Esposo… la solida esperanza y la sincera caridad” (LG, 64). Y es también Madre pues “por la predicación y el bautismo engendra para la vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios” (LG, 64)

María, además, es imagen de la Iglesia totalmente redimida, inmaculada y gloriosa, llena de juventud y limpia hermosura.

Por consiguiente, amar a María, Virgen y Madre, es amar a la Iglesia, nuestra querida madre. Y viceversa […]

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P. Olegario Sendín García, O. SS. T.
Introducción [extracto] al libro “Cofradías de la Virgen de la Cabeza en España”, editado por el Santuario y Consejo Nacional de Cofradías Virgen de la Cabeza. Villa del Río (Córdoba), 2000, pp. 9-12.
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Bienaventurada Virgen María de la Cabeza,
Reina de Todos los Santos y Madre del Amor Hermoso

Domingo 22 de noviembre de 2009
Solemne Procesión de despedida de la S.I. Catedral de Jaén
durante la celebración del Año Jubilar 2009/2010